12/7/12

Playa del papagayo

El agua está muy fría, tengo los pelos de punta, ha sido un verdadero reto meterme de muslos para arriba, he estado a punto de darme la vuelta y volverme a la toalla dos veces. Noto la cara y hombros algo quemados por el sol, las gafas se me empañan continuamente y creo que las aletas me vienen pequeñas. Pero cada vez que me meto bajo el agua, todo eso se borra de mi cabeza.
 
Sólo pienso en bucear sin hacer ruido, en movimientos fluidos, en cuidarme los oídos y controlar la presión de la máscara, en arañar unos segundos más ahí abajo, en dejarme llevar por las olas, por sus balanceos armónicos, por la calma y el silencio.
Las zonas cercanas a la orilla están repletas ya de vida. Veo un par de pequeños lenguados que huyen de manera desesperada por la horrorosa visión de un gorrino con aletas (Yo), en las zonas laterales llenas de rocas había bobis y peces babosa en cantidades anormales. Me pongo serio y nado unos 40 metros mar adentro sin quitarle ojo al fondo. 

La arena deja paso a impresionantes formaciones volcánicas. Como ríos de piedra que se entrecruzan unos con otros  formando una especie de V perfecta, de nuevo dan paso a un corto banco de arena y vegetación. Los peces son abundantes y confiados, sargos, doncellas, dentones, pejeverdes y un curioso pez azul oscuro con una franja amarilla que no pude identificar son visibles para cualquiera.
La profundidad oscila de los 4 a 12 metros y la combinación de las lenguas volcánicas con la finísima arena y la claridad que nos da un día luminoso con el mar en calma es impresionante.
Nado un poco más para entrar en calor, pero cuanto más me alejo noto como el agua esta aún mas fría, he salido de la protección que ofrecían las rocas a la cala y me encuentro en un espacio abierto, una lengua de lava perpendicular a la playa adorna el fondo creando un acantilado submarino con cuevas y hendiduras que invitan a curiosear.
Me preparo durante unos momentos en la superficie. Se me hacen eternos, parece que estoy demasiado lejos de la orilla, aunque el día luminoso, el mar en calma y lo que me espera bajo la superficie me ofrecen confianza, el agua me ha ido arrancando poco a poco el calor del cuerpo, estoy cansado y no me avergüenza decir que siento cierto miedo a lo desconocido.
Me sumerjo despacio, de cara a la pared de roca y me sorprende ver a unos 5 metros por debajo de mí un pequeño grupo de unos 8 o 10 peces negros. Caigo hacia ellos con movimientos suaves, son rojos ! y no negros como había creído en un principio, se esconden en su pequeña cueva recelosos de mi y decido no molestar más y seguir bajando. Un enorme sargo huye de mala gana y sin prisas cuando aparezco. Lo sigo hacia las profundidades hasta que mis oídos me recuerdan que tengo cabeza y debo usarla, sigo al gordo sargo con la mirada, parece nadar cabreado por mi intromisión y escapa en dirección al mar abierto, al seguirle me he dado la vuelta. Ya no estoy mirando a la gran piedra volcánica. Ahora estoy quieto, flotando y mirando al mar abierto. tengo el fondo arenoso a unos 4 metros por debajo de mí y entre nosotros un buen grupo de alevines de yoqueseque , no miden más de 4 o 5 centímetros cada uno y está ahí como flotando. 

 Decido torturar mis oídos un poco más y con dificultad bajo a deslizarme entre ellos, se apartan y me hacen hueco, alargo las manos como si se fueran  a dejar acariciar y allí se quedan flotando en torno a mí, sin huir, con la misma curiosidad que yo siento por ellos. La magia se rompe de manera instantánea, no puedo estar más tiempo allí abajo, mi pecho se contrae buscando algo de oxígeno como si allí hubiera una reserva pendiente de que alguien llegue y la descubra, pero no. Subo despacio al principio y aleteando como un delfín (o una morsa) los últimos metros. Vuelvo a estar arriba, vuelvo a estar helado, vuelven a apretarme las aletas, vuelvo a tener las gafas completamente empañadas. Nado todo lo rápido que puedo, tiro el equipo a un lado y me vuelvo a tumbar en la toalla con una sonrisa en la cara y la piel de gallina.